Parece evidente que la 16 Conferencia Mundial sobre el Cambio Climático se saldará con una nueva decepción, aunque las previsiones de lo que podía aportar la cumbre de Cancún ya eran de por sí muy pesimistas. La Conferencia de Copenhague fue un fracaso en toda regla si consideramos su objetivo principal: renovar las implicaciones internacionales previstas en el tratado de Kioto (con validez hasta el 2012) en cuanto a la reducción de las emisiones de gases que provocan el efecto invernadero y sus consecuencias funestas para el cambio climático. La reunión de Cancún, desde sus inicios hace una semana, no prevé, ni mucho menos, un compromiso efectivo, solidario y vinculante. Parece que se plantea como una especie de transición que consolide lo poco que se consiguió en Copenhague para intentar enderezar el rumbo en la conferencia que ha de celebrarse en Durban en el 2011. Lo cierto es que la fijación de un nuevo tratado, en el que solo parecen creer las Naciones Unidas y la Unión Europea, topa con los problemas de siempre (la reticencia de EEUU y las exigencias de los países emergentes, con China a la cabeza) y además se da de bruces con una dificultad añadida: la dimensión de la crisis económica internacional. Los malos augurios se basan asimismo en un cierto desgaste en la conciencia ecológica. Estamos, sin embargo, ante un asunto de gran calado al que, más temprano que tarde, el planeta tendrá que dar una respuesta concreta y global. Cuanto más se tarde, más cerca estaremos de la catástrofe ambiental.