Filólogo

Se levanta a las seis de la mañana y a las seis treinta está en el tajo. Tajo duro e impuro, de muñeca, codo y riñones, de gota gorda y esfuerzo, envuelto en vahos de lejía y detergente, expuesta a quemaduras y asfixias. Trabajo a tope, a carajo sacado, en primeras limpiezas, cristales, suelos, persianas, servicios. De un local a otro, de una oficina a la siguiente, de una tienda a la próxima. Llega a casa a comer a las dos de la tarde y a las cuatro vuelta a empezar: autobús, otro local, otra oficina, otra tienda, otra fregona, otra lejía y otro detergente, hasta las diez de la noche, y así día tras día: es una trabajadora de la limpieza que se deja la vida en una de las muchas empresas del ramo. Nuestra trabajadora, que va entrando en años, llega a los sitios cansada, pero sigue para sacar adelante a sus tres hijos y porque sabe cuánto cuesta encontrar otro trabajo.

La dureza del trabajo se agrava con unas condiciones laborales de desconsuelo: una cobertura media de seguridad social de dos horas; un contrato firmado, pero no siempre regularizado; la amenaza del despido inmediato; el sometimiento a un código interno que prohibe el embarazo, el encubrir a la compañera, y otras sumisiones inconfesables.

Nuestra trabajadora es consciente de que debiera reivindicar un salario más justo, unas mejores condiciones de trabajo para todos sus compañeros y una cierta estabilidad en el empleo, pero la lucha por todo eso parece de otros tiempos: la precariedad laboral existente obliga a tragar con toda clase de abusos por parte de ciertas empresas y a soportar el grave desamparo de las fuerzas sindicales, divinamente instaladas en el momio de los cursos y la nomenclatura: --lo único que yo busco, dice nuestra trabajadora que es representante sindical-- es un buen puesto en la empresa .

A esa práctica y a esa humillante doma nos han llevado ciertos ´clasistas´ sindicatos.