La cobarde y brutal agresión callejera sufrida por el consejero de Cultura de Murcia, Pedro Alberto Cruz , ha suscitado, junto al natural sentimiento de condena, la reflexión sobre la brecha abierta, cada vez más ancha y más profunda, entre la casta política y el común de los ciudadanos, que mientras éstos naufragan en el marasmo de la crisis, la dicha casta se aferra al tablón salvífico de sus privilegios. A otros, ciertamente, les ha suscitado otra cosa, algo que no es exactamente una reflexión, sino más bien un estímulo para su temperamento sectario, trabucaire y montés: se trataría, según esas voces desatentadas, del último episodio de la persecución que sufre el PP de manos de la izquierda, y un anticipo de la violencia que ésta piensa oponer al previsible triunfo de la derecha. En su clásica tendencia a cosificar y criminalizar al adversario, presentándole como un hampón con ribetes terroristas, movido por la envidia y el resentimiento social, que no por la ideología, los medios más fines al PP se han centrado en su verdadera y única razón de ser, que no es otra que la de servir de portavoces y propagandistas de dicho partido y de los intereses que representa, haciendo un flaco favor, de paso, a la derecha civilizada, si es que tal cosa, tan necesaria para el equilibrio democrático, existe articulada políticamente en España.

A Pedro Alberto Cruz le han apalizado unos indeseables que, prevaliéndose de la sorpresa y el número, pero también amparándose vagamente en el malestar ciudadano de Murcia, han ejecutado un delito que merece la máxima reprobación y un castigo ejemplar. Pero ese ataque infame y vil no puede, aunque parezca pretenderlo, acallar las voces del hartazgo que, expresadas pacífica y mesuradamente, reprochan la avilantez de una clase política que, sobre ser inepta, ha hecho del amiguismo, del nepotismo y del clientelismo su modelo de gestión. No son, en pocas palabras, los que censuran airadamente los recortes y las demasías del Gobierno murciano quienes han atacado miserablemente al consejero Cruz, sino unos delincuentes comunes, cual acredita la clase de delito que han perpetrado.

Hay una sordera conveniente, hoy más que nunca: la que se opone al lenguaje del odio.