TPtensar, como era de prever, se está convirtiendo en la tarea menos cotidiana que llevamos a cabo los humanos. Pensar, hasta la llegada de las democracias, era un acto tan peligroso para el poder como para la ciudadanía.

Para el primero porque suponía una amenaza constante a sus privilegios; para la segunda, porque uno podía perder algo más que la vida ante la imposibilidad de ver cumplidas, y eso sí que es la nada absoluta, ni una sola de sus ilusiones.

Llegada la libertad como esencia de la democracia y a medida que la civilización ha ido evolucionando, la teoría dice que los márgenes de actuación del pensamiento son, no sólo libres, sino que además son infinitos.

Pensar para ser más felices, para que los demás lo sean o para hacer de este mundo un lugar menos violento y habitable, está al alcance de todo aquél o aquélla que sea capaz de entender que estos límites al pensamiento, al no existir nada ni nadie que construya barreras infranqueables, sólo son impuestos por nuestra libre voluntad; esa frágil, vulnerable y acomodada voluntad que amenaza con minar nuestra intrínseca, innegable y muy necesaria facultad de pensar.

*Psicólogo

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