A medida que conocemos detalles de los componentes de la célula terrorista que cometió los atentados se abre la necesidad de hacernos algunas preguntas incómodas. No estamos, como ha ocurrido en otros países, ante un problema exterior sino ante un asunto interno. Se trata de jóvenes que han ido a nuestras escuelas, que teóricamente se han educado en nuestros valores y que en un momento determinado han abrazado la versión fanática de una religión que practicaban poco, en este caso el islam, y se han integrado en un grupo terrorista que les proporciona poco más que una franquicia. Hasta donde sabemos ni siquiera han ido a Siria, sino que les ha bastado el contacto con un imán radicalizado para abrazar una forma de violencia irracional contra la que es difícil luchar porque utiliza objetos de nuestra vida cotidiana, en este caso furgonetas y cuchillos, para segar la vida de inocentes.

Esta cruda realidad no puede llevarnos a la islamofobia. La barbarie no es patrimonio de ninguna religión ni ideología, sino de mentes perversas. Hay que tener la mente fría y buscar, en primer lugar, la complicidad de la propia comunidad musulmana en la lucha antiterrorista. Las condenas que han emitido durante estos días debería ser un buen punto de partida. Y junto a ellos es necesario luchar contra la penetración de determinadas corrientes del islam en España. El salafismo llega en demasiadas ocasiones de la mano de países que son nuestros socios comerciales como Arabia Saudita o Qatar, con los que mantenemos relaciones excesivamente cordiales. En este punto no nos debería temblar el pulso para primar a unas versiones del islam frente a otras y a unos imanes frente a otros. Muchas veces es mejor autorizar un oratorio de una modesta comunidad local que alentar la instalación de grandes mezquitas financiadas por los salafistas.