Se reconoce en lo que vale la buena intención del Gobierno al querer proporcionar a las amas de casa un título profesional, académico, pero más valiera que les proporcionaran un empleo a aquellas que lo precisan urgentemente, desesperadamente, para sacar adelante a sus hijos en estos tiempos difíciles y sombríos. Porque no es lo mismo, ni aun en el país de la titulitis, dar un papel que dar un trabajo, por mucho que lo que se dice pretender sea el reconocimiento oficial de quienes en su vida ordinaria cuidan niños y ancianos, por lo que acreditan día a día que lo saben hacer. Deslizar la idea de que el decreto que prepara el Gobierno exonerará de título académico a quienes, diestros en la atención a niños y ancianos, deseen encontrar un trabajo de eso, es deslizar justo lo contrario de lo que es: se les emplazará a sacarse el nuevo título, con sus exámenes y sus tasas correspondientes.

O dicho de otro modo: incapaz no ya de crear empleo, sino de detener la vertiginosa deriva de su destrucción, el Gobierno crea un diploma, un título, que es mucho más fácil. En teoría, ese título facultaría para trabajar cuidando niños y ancianos, pero como quiera que no hay trabajo en el sector, el título no sirve para maldita la cosa, como, por lo demás, les ocurre hoy a la mayoría de los títulos académicos y profesionales. De otra parte, a casi nadie se le ocurriría resignar el cuidado de sus hijos o de sus mayores en un título, pero sí en una persona capaz, cariñosa, con experiencia, conocimientos y recursos, y esas personas están ahí, vacantes en lo laboral sin diploma y con él.

Lo que necesita ese millón largo de familias cuyos miembros, todos sus miembros, están en paro, es un trabajo, o, más exactamente, un sueldo que les permita, cuando menos, sobrevivir. No necesitan un título, ni un diploma, ni una orla. Tampoco, desde luego, que se cachondeen de ellos con cosas así.