Las rivalidades étnicas o tribales y el secuestro de los espíritus practicado periódicamente por los Gobiernos de la Repú- blica Democrática del Congo y de Ruanda enmascara las causas reales de las matanzas que con trágica frecuencia ensangrentan la región de los Grandes Lagos, en el corazón de Africa. Porque detrás de la guerra de clanes y caciques locales se esconde una disputa que dura décadas por la explotación de la naturaleza ubérrima de la zona --maderas exóticas y minerales--, a la que aspiran grandes compañías de toda el mundo que han comprado la voluntad de quienes mueven los hilos de la contienda. El resto no es más que el andamiaje propagandístico del conflicto, manejado por el presidente congoleño, Joseph Kabila, y el ruandés, Paul Kagame, para justificar la pobreza, el hambre y las privaciones a las que han condenado a un número incalculable de seres humanos, obligados a huir de un territorio asolado por los combates.

El compromiso de la comunidad internacional para proteger a la población desvalida, concretado en el despliegue de 17.000 cascos azules --la Monuc--, ha tenido una eficacia perfectamente descriptible: ha sido incapaz de interponerse entre las fuerzas enfrentadas. Una composición excesivamente heterogénea --18 países--, la incompetencia de muchos de los ejércitos que han prestado soldados al despliegue y la presencia en el operativo de China, primer país inversor en la región, explican en gran medida el fracaso. Pero también la voluntaria inconcreción de un mandato que, como tantas veces, so pretexto de garantizar la neutralidad de la presencia onusiana, ha maniatado a los pacificadores y ha dejado las manos libres a los matarifes.