Escritor

Eran las cuatro y media de la tarde de un lunes. En la cafetería, el camarero limpiaba vasos de cristal junto al grifo de cerveza, mientras que un matrimonio de unos cuarenta años tomaba sus cafés apoyados contra el mostrador. No había nadie más que ellos y yo. El caballero hablaba por un teléfono móvil y su mujer miraba a un lado y a otro, aburrida. Yo veía los ojos de aquella señora, sus gestos perdidos, la melancolía de sus dedos llevándose el cigarrilllo a los labios, tan bien dibujados, y me dio por pensar en la historia de esos ojos, en tratar de averiguar qué estaría pasando por la cabeza de aquella mujer. Me la imaginaba treinta años atrás, saltando a la comba con sus amigas, cantando la historia del señor don gato o cuántos coches llevaré a mi boda o, más adelante en el tiempo, haciendo cábalas sobre su futuro, perfilando en sueños el rostro del hombre con el que se iría del brazo a recorrer el mundo y que acaso en una noche de luna le susurrase al oído te trataré como una reina.

Y el caballero, que vestía como el que ha triunfado en las finanzas de los mercados más ariscos, hablaba con voz tronante en un lenguaje plagado de términos jurídicos y con tal profusión de datos bancarios que sentí pudor de mi inocencia y sentí lástima de los ojos de esa mujer que iba posando su mirada en los lomos de todas las botellas, que seguía el vuelo bobo del humo de su cigarrillo, hasta que el espejo estampó sus ojos contra los míos y ahí los detuvo por un segundo, como tomando resuello.

Entonces pensé que quizá también ella se estuviese preguntando quién era yo y cuál el secreto de mi vida, el que me hacía tomar café a solas en una esquina de la tarde. Sus ojos me hacían sospechar de mis propios ojos y quise imaginarlos tal como los había de ver ella desde el otro lado del espejo. Los busqué, y por detrás del cristal acabé encontrándome con un rostro idéntico al mío, pero más viejo, más triste, más derrotado, los ojos de un hombre que se resistía a confesar que también él tuvo hace años a su propia alma de niño entre las manos y se recordaba a sí mismo prometiéndole te trataré como a una reina, para luego olvidarla en un rincón o taparle la boca con una nómina puntual y un coche impecable pagado en doce años.

Sentí un nudo en la garganta que ningún café del mundo podría desatar. Dejé una moneda sobre el mostrador y me marché. El hombre continuaba embebido en su teléfono, arrojando datos, números y cifras con las que atar en corto a aquellos ojos tan tristes que volaban perdidos por el techo.