Casi todas las personas a las que admiro tienen en común una mirada que delata cierto brillo perdido. El brillo de haber creído, en algún momento de sus vidas, que todo era posible. Perdido, porque dejaron de creer, muy a pesar de su inmenso deseo de seguir creyendo. En los momentos en los que vuelven a sus ojos fogonazos de esa incandescencia --porque la pasión por creer no se pierde nunca del todo-- es fácil adivinar qué precio tuvieron que pagar por renunciar a sus sueños.

Cuando uno revisa la historia, que es el mejor antídoto contra el optimismo desmedido y contra la total desesperanza, se encuentra con que la evolución de la humanidad está plagada de utopías cumplidas: el fin de la esclavitud legal, la integración racial, la independencia femenina o el matrimonio homosexual son solo algunas de ellas. Depende del país al que miremos, quedan restos de todas las antiguas imposiciones, pero es obvio que el mundo es hoy un lugar éticamente mejor, visto bajo la perspectiva de esas utopías.

Pienso siempre en esto cuando me dicen que me olvide de lograr una sociedad más justa, en la que el dinero y el poder estén más y mejor repartidos. Mucha gente, demasiada, piensa que la acumulación de ambas cosas ha sido así siempre y siempre será así. Pero eso mismo pensaron quienes no concebían que dos hombres o dos mujeres se pudieran casar, o que era imposible que un negro fuera presidente de Estados Unidos.

Sin embargo, claro que hay razones para la amargura. Desde que Espartaco diera su vida con 42 años en su lucha contra la esclavitud en el Imperio Romano hace más de dos mil años: Martin Luther King fue asesinado con 39 por sus avances en los derechos de los afroamericanos; Harvey Bernard Milk lo fue con 48 por defender los derechos de los homosexuales. Pero no solo con la vida se paga y no solo por la lucha social. También con el desprecio, la marginación, la muerte civil, también por el avance científico. Baste recordar a Galileo Galilei , condenado a cadena perpetua y obligado a abjurar de la idea de que la Tierra gira alrededor del sol; o Alan Mathison Turing , que evitó millones de cadáveres durante la II Guerra Mundial, al inventar el primer ordenador que logró descifrar los códigos secretos nazis, algo que permaneció oculto mucho más allá de su muerte, sucedida, por cierto, en extrañas circunstancias.

¿HAN OIDO hablar de Hellen Adams Keller ? Seguramente no. Cuando tenía 19 meses sufrió una grave enfermedad que la dejó sorda y ciega; tras la traumática infancia que eso pudo suponer a finales del siglo XIX en el que nació, se convirtió en la primera persona sordociega con una carrera universitaria, además de activista política socialista nada menos que en Estados Unidos. Luchó por las libertades civiles, por el voto femenino y en la actualidad es uno de los símbolos de la pelea por los derechos de las personas discapacitadas. A pesar de los numerosos reconocimientos institucionales, casi nadie la conoce aún. ¿Por ser sordociega? ¿Por ser mujer?

Sí, no cabe duda: la creencia activa en la utopía tiene un coste que pocos seres humanos están dispuestos a pagar. En ocasiones ese coste es el más alto posible, la propia vida. En otras, el maltrato físico o moral. A veces, "solo" la humillación social. En el menos grave de los casos, la melancolía que se esconde tras el brillo perdido en la mirada de todas esas personas que saben que no verán cumplido aquello en lo que alguna vez soñaron: las grandes conquistas, casi siempre, exceden el tiempo de una vida humana.

En estos tiempos en que el mundo está inmerso en un cambio de modelo, en estos tiempos en que se vuelve a hablar --aunque sea con complejos, con miedo, con sordina-- de utopías olvidadas, en estos tiempos en que lo verdaderamente peligroso parece ser no soñar, se hace más importante que nunca reflexionar sobre el necesario equilibrio social entre utópicos y cínicos.

A nadie se le puede obligar a entregar su vida por una causa. A nadie se le puede obligar, tampoco, a arriesgar lo que más quiere por un anhelo. A nadie se le puede obligar, ni siquiera, a renunciar a su bienestar material por el bien común. Pero en estos tiempos en que cada ser humano sobre el planeta va a tener que posicionarse con mucha nitidez, sí es exigible, al menos, que quienes carezcan de voluntad, fuerza, valentía o generosidad para luchar, se hagan a un lado y, al menos, no molesten. Ojalá no fuera así, pero la historia nos muestra que para luchar por un sueño, sea este de la naturaleza que sea, es necesario estar dispuesto a perderlo todo. Y todo es todo. Cuando alguien dice "eso no es posible", en realidad piensa, aunque a veces ni siquiera sea consciente de ello, "no estoy dispuesto a arriesgar nada por conseguirlo".