En plena refriega navideña, los cuatro amigos que llevaban de cañas desde el mediodía coincidieron en decirse las verdades a la cara: "Tío, espábilate y busca trabajo, mandas currículos cada mañana y déjate de gilipolleces...". La frase de uno de ellos sonó rotunda, como quien sabe que, a ciertas horas, cualquier palabra bien dirigida al hígado no falla. "Pero no te enfades, no te lo tomes a mal", prosiguió, suavizando el tono para no hacer más daño del alma caída a esas horas en las que lo más fácil es decir lo que nunca se te hubiera ocurrido sereno. No tiene mucho de original lo que les cuento, pero ahora pasa más, quizá porque haga falta mezclar más al personal fuera de las oficinas y los talleres para hacer equipo. Y aquellos colegas parecían que lo eran. Al menos, a mí me dio esa impresión cuando el señalado en la conversación recogió la chaqueta y enfiló hacia la puerta, camino de casa o de cualquier otro garito donde calmar la ansiedad navideña. Los tres que se quedaron apoyados en la barra continuaron la conversación recurriendo a los tópicos del momento: que si la cosa está muy mal, que si no hay trabajo, que qué mal currar tanto por tan poco... Nada nuevo, la verdad, aunque eran las verdades que a cualquiera de nosotros se nos hubieran ocurrido cuando el gaznate ya está espeso. En fin, disculpados todos por aquello de las fiestas, el camarero se dispuso a servir un pincho con el vino que compartía con mi amigo mientras volvía la retahíla de si los corruptos del momento, de si aquí todo el mundo ha robado... Y así, hasta llegar a ese discurso cansino que va haciendo mella en nuestras cabezas hasta dejarnos sin aire cuando ni siquiera ha llegado la cuesta de enero. Ya de vuelta, el frío de la calle me engulló hasta tropezar en aquella esquina con un tipo que andaba a trompicones. No me reconoció entre la penumbra y la prisa. Era él. Repetía que mañana lo volvería a intentar.