Abogada

Vivir la Navidad en esta sociedad consumista es: comprar el mejor pavo, llenar de langostinos la mesa para los comensales, comprar el último modelo de móvil a los niños, ganar en número de regalos al vecino, o ir al cotillón de la jet-set. En definitiva, tirar de la tarjeta de crédito y quedarse a dos velas el resto del año. Así pues, no hay duda de que si la Navidad fue invención de una determinada religión, hoy es obra de unos grandes almacenes. Hemos cambiado, pues, el pesebre y los Reyes Magos, por la visa y la gran superficie comercial. Todo ello aderezado por la luminaria en nuestras calles y la música machacona del villancico. Y encima pretendemos que los más pequeños se crean que los famosos reyes venidos de Oriente les traen los juguetes, depositándolos en sus hogares a través de la chimenea. Cuando están viendo que estos reyes no son tales reyes, que Baltasar no es negro, y que las cartas las escriben sus padres, una vez advertido el chaval, en cuanto si ha sido un buen chico o no.

Así pues estas denominadas fiestas entrañables tienen más que ver con la lista de la compra en un gran supermercado, que con conceptos como el de solidaridad, compromiso o espíritu de paz. Todo se reduce, por tanto, a presagiar una buena noche, en la que no falte de nada, aunque en la referida velada estén ausentes un hermano por desavenencias en una herencia anterior, o un hijo porque me ha salido un poco hippy .

Nuevamente aparece una lista, pero ésta es la referida al mundo de los reproches, en el que todos caemos, a pesar de las burbujas del cava y de tener repleto de presentes el famoso abeto de Navidad.