Los desvelos de Hillary Clinton para contener los efectos del nuevo paquete de revelaciones de Wikileaks antes de que se publicasen presagiaban un contenido altamente explosivo. Por el contrario, todos sabemos que Berlusconi es vanidoso y le va la marcha, que Sarkozy quiere salir siempre en la foto, que Putin es un macho autoritario y que no está del todo claro si Erdogan tiene una agenda islámica oculta. Desconocíamos que Gadafi usase bótox, pero ello no altera ningún orden estratégico. No estamos ante revelaciones como las anteriores sobre las guerras de Afganistán e Irak, en las que se documentaban graves violaciones de derechos humanos. Los miles de cables publicados ahora recogen el día a día de un antiguo oficio, el del diplomático, cuya misión consiste en recoger información en defensa de los intereses del país al que representan y transmitirla a sus superiores. Más allá del dato concreto, la información publicada ahora es una radiografía de cómo EEUU mantiene su influencia en el mundo y de cómo los métodos usados pueden ser muy poco ortodoxos, más dignos del espionaje que de la diplomacia. Sin embargo, lo dicho hasta aquí no quita valor a la última operación de Wikileaks. Todo lo contrario. La transparencia es un valor al que los ciudadanos del siglo XXI no pueden ni deben renunciar. La calidad de la democracia lo exige. El problema de Clinton es la brecha de seguridad en su departamento, pero es evidente que vivimos en un mundo en el que, a más información, menos privacidad.