Las encuestas sitúan a la clase política y a los banqueros como las profesiones peor valoradas. La actividad pública nunca debiera ser un oficio. Precisamente el convertir la política en una profesión es la causa de que se produzcan tantas conductas inadecuadas. El desempeño de cargos públicos debiera tener siempre límites temporales. Añadiríamos más: debiera ser una especie de servicio a la comunidad que comportara cierto sacrificio y supusiera una entrega desinteresada a la cosa común.

Sin embargo, ocurre todo lo contrario: la actividad política se ha convertido en un modus vivendi para muchas personas sin formación y, en algunos casos, sin escrúpulos, lejos del ideal platónico del gobierno de los mejores.

La perpetuación en los cargos públicos suele llevar a la relajación, cuando no degradación, de las cualidades morales de los individuos que la ejercen. El gobernante, sea por la erótica del poder, sea por la exacerbación del ego, acaba sintiéndose un ser superior al resto de los ciudadanos. Y tiende a pensar que la función que desempeña es un favor personal que hace; una concesión graciosa del soberano al súbdito. Y termina por creer que la dignidad de un cargo que tanto hace por el pueblo exige disfrutar de mayores ingresos. Y, por supuesto, piensa que su alto cometido conlleva ciertos privilegios.

Este acomodo a una vida superior a los merecimientos acaba por producir en algunos dirigentes un apego desmedido al cargo. Apego al status que se procura, apego al sueldo que se fija, apego a las prebendas injustificadas que disfruta. Y, al final, suceden dos cosas: algunos aspiran a perpetuarse en el cargo y los más execrables terminan por corromperse.

Es difícil erradicar estas conductas y conseguir una mejora en la práctica de la política porque el sistema favorece que no siempre gobiernen los mejores. Y de la mediocridad es difícil esperar ningún sacrificio. Por eso, iniciativas que limiten temporalmente el ejercicio del poder deben ser bien acogidas.