Después de someterse voluntariamente a un 'ahogamiento simulado' ('waterboarding'), Christopher Hitchens escribió un artículo titulado "Créanme, es tortura", en el que afirmaba que "el waterboarding no simula el ahogamiento", sino que "sientes que te estás ahogando porque de verdad te estás ahogando" ('Vanity Fair', agosto de 2008). El citar a Hitchens como argumento de autoridad no se justifica tanto por esa experiencia (grabada, por cierto: basta con teclear "waterboarding hitchens" en YouTube) como por el hecho de que él había defendido el método como "interrogatorio agresivo", negando que se tratara de tortura. Es decir, quien lo probó lo sabe.

En el caso del exvicepresidente Dick Cheney , que dice que "volvería a hacerlo", en referencia a la autorización de los métodos de la CIA en la lucha contra el terrorismo, sería inútil que él pasara por lo mismo --del "ahogamiento simulado" a la privación de sueño o la "alimentación rectal"-- para acreditar que las "técnicas de interrogatorio reforzado", ese eufemismo de Guantánamo (Guantánamo no es ya un lugar: es un significado), eran en realidad instrumentos de tortura. El exvicepresidente Cheney solo podría acreditar que la tortura es inútil, de la Inquisición a Abu Ghraib, como ha probado ahora el informe del Senado norteamericano.

El problema es que su uso se justifica siempre en nombre de las víctimas... potenciales. Está el ejemplo más o menos reciente (y que se conozca) de Israel, en 1996, donde un tribunal autorizó torturar a un sospechoso "para defender a las víctimas". Y está el ejemplo ahora de EEUU, que ha torturado "a fin de obtener información para frenar futuros ataques". En los dos casos, y en los que quieran añadirse, la justificación es siempre la misma: es por las víctimas, por las víctimas que aún no lo son, por la responsabilidad moral de que llegaran a serlo.

Si desmoralizador es pensar que la tortura es el único modo de defenderlas, inmoral es creer que, en determinadas circunstancias, no hay más remedio.