TUtn vapor de melancolía, un aleteo perezoso, monótono que iba y venía, que revoloteaba de Veletas a San Pablo, del callejón del Gallo a la calle Ancha... El son más triste, un quejido, un suspiro mimoso que se balanceaba manejado por los dedos incesantes del acordeonista... Era sábado, atardecía con esa luz de almíbar espeso que cocinan los otoños. Pasaban las guías turísticas explicando la historia a viajeros fascinados y la parte antigua de Cáceres comenzó a bailar una danza triste de tango, un pasodoble maldito de quicios y mancebías... A la hora en que los cineastas ruedan, las garcetas regresan y los grajos se alborotan, un muchacho soñador se acomodó en el poyo lateral de San Mateo y se hizo la música.

Al frente, un restaurante francés, al dorso, la torre orgullosa, un crucifijo tosco en la esquina, gentes golosas comprando cortaditos de cidra en un torno, piedras, monjas, novias recién casadas y anestesiándolo todo con punzadas de belleza las notas envolventes, recurrentes de Amélie , esa película francesa que ha inoculado cinefilia y poesía a quienes ahora tienen 20 años y sólo creían en Tom Cruise y en Agelina Jolie. Pasan los cortejos nupciales, repican las campanas y donde empieza la Cuesta de la Compañía se sienta Pedro López, un acordeonista de la Siberia, de Puebla de Alcócer, que estudia en Cáceres Magisterio Musical desde hace año y medio, que pide la voluntad para seguir soñando con matricularse en un conservatorio superior mientras sus dedos dibujan los tangos de Gardel y la sonrisa de Amélie Poulenc.