El Alma del Genio abre en Badajoz. Badajoz necesita valientes. Bienvenidos sean los valientes. Desde su mismo nombre, apunta alto. Mozartiano de libro y cita: «Ni una inteligencia sublime, ni una gran imaginación, ni las dos cosas juntas, forman el genio; el amor, eso es el alma del genio». Así que el pasado 5 de diciembre -Mozart murió un 5 de diciembre- me fui de sinfonías por allí. Ocupa un pequeño edificio de tres plantas en el centro de Badajoz, junto al parque de San Francisco, un antiguo pub, el Sailor, de grato recuerdo. Bello por fuera, bello por dentro. Mozart por fuera, Mozart por dentro.

Mi amiga María Isabel Rodríguez Palop me preguntó por él y no era la primera en hacerlo. Dos semanas lleva abierto y la gente se deja los ojos tratando de ver el interior desde la calle. Mismamente yo. Curiosidad. La mía y la de cuantos van entrando. Colores llamativos, tapizados en pantera, maderas sobredoradas, lámparas belle epoque; muy de antes y muy de ahora al mismo tiempo. O sea, bien. Todos al entrar miran entre complacidos y sorprendidos. Fundamentalmente todas. Martes 5, muchas más mujeres que hombres. Algunas con niños. Fue lo peor del día, los niños y las espinas del salmón.

A veces, en las tardes de rabo y orejas, pido que me firmen la carta para el archivo de la Academia Extremeña de Gastronomía. Aquí no me atrevería. La carta vale más de lo que pesa. Y pesa lo suyo. Una carta creada con gusto, elegancia y verbo en cascadas. De la ensalada amazónica con salsa kalamanzi al satay de pollo con salsa de cacahuete y tabulé de bulgur pasando por el risotto turco con osobuco al azafrán de Madagascar. ¡Ahí es nada!

Me sirvieron una tapa de pasta por cuenta de la casa que me despistó. Un tanto simple para tanto Mozart. Los raviolones de Wagyu con crema de queso payoyo me encantaron. Tuve que pedir una cuchara para limar el plato. No sé si era una de esas vacas japonesas que pastan en las dehesas de Santibañez el Alto y cría con mimo el ínclito Alfonso García Covaleda. Lo fuera o no, el plato me encandiló: la pasta crujiente, el payoyo intenso,… No sé qué opinaría Mozart, pero a buen seguro que aquel papa hedonista, enamorado del queso raveggiolo y de los raviolis, que fue León X, los daría por buenos.

Luego vino el salmón black. A ver cómo lo digo. Todo en este mundo depende de las expectativas, del entorno, de lo que cuelga de las paredes, de lo que el alma espera encontrar. En Santoña había una taberna destartalada, sin una mano de pintura que la adecentara, las cajas de bebidas apiladas junto a la barra, estampas de toreros y de boxeadores por doquier, donde las anchoas te las servían en su misma lata y el queso Tresviso en papel de estraza. Así de simple. Eso bastaba para que la parroquia alcanzara el éxtasis. Había calidad, pero, sobre todo, había cuadratura con el entorno.

Dicho lo cual reconozco que el salmón black con setas y alioli de ajo negro me decepcionó. No era de mala calidad, tampoco estaba mal cocinado, pero el entorno me hacía esperar otra presentación (y otra guarnición). Al menos sin espinas. De postre me recomendaron tiramisú. Sin más. Bien la carta de vinos, y más que correcto el Izadi Crianza del 2014 que tomé; un Rioja que me supo a Rioja (que ya va siendo raro).

Esto no ha hecho sino empezar. El servicio es bueno, el metre tan atento como garboso, la sala sofisticada y la carta radiante. Claro que todo eso exige más en el plato. En fin, El Alma del Genio, un restaurante a tener en cuenta, a esperarle y a volver. Badajoz necesita que esta aventura salga bien.