TAt los niños extremeños de mi generación los padres nos daban un aviso que no entendíamos bien: "Hijo mío, tú sal con los de tu clase social, no vayas ni con los muy ricos ni con los muy pobres". Cuando me hice mayor descubrí que lo que nuestros padres realmente nos querían decir era: "Hijo mío, sé buen chico, no des escándalos y abúrrete como una ostra". No era difícil cumplir el encargo paterno porque en las ciudades extremeñas casi todos pertenecíamos a la triste y mojigata clase media. Fuimos obedientes y acabamos conformando un país muy gris donde sólo brillaban los reflejos áureos de la mediocridad.

Supongo que por llevar la contraria a los padres, a mí siempre me han fascinado las clases sociales prohibidas. En la baja encontraba personajes sin nada que perder, espontáneos, vitales, dispuestos a todo y llenos de ambición. En la clase alta hallaba canallas exquisitos de hábitos sofisticados, mujeres divertidas obsesionadas con perseguir emociones inusuales y ancianitas vitalistas y decadentes. Afortunadamente, la clase media actual pasa de consejos clasistas. Los hijos se relacionan con quien les da la gana: hoy salen con la heredera de un constructor y mañana aparecen del brazo de un albañil. Y la madre, cuando las amigas le afean que permita a su hija salir con el primogénito de la asistenta, recuerda los consejos paternos: "Yo tuve que dejar a un recluta de Monforte de Lemos porque me obligó mi padre y nunca he vuelto a ser feliz". Después de la ESO el futuro se anuncia imperfecto, interclasista e intenso.