TCtomienza a hacer fresquino y en casa hemos hecho el trasvase de cada otoño. Las prendas de invierno ya cuelgan en los armarios y las finas colchas de verano han sido sustituidas por ropas de más abrigo. Hasta la última década del pasado siglo, en Europa había dos maneras de dormir: la románica y la germánica. En Francia, España o Bélgica teníamos la costumbre de descansar encapsulados: las mantas y las sábanas se introducían entre el somier y el colchón y así dormíamos sin miedo a destaparnos. En cada país se observaban algunas diferencias en las almohadas: el cilíndrico rouleau francés, la delgada oreja de gato española o la almohada belga grande, gruesa y de plumas, pero en lo de las mantas y la cápsula no había disensión.

En el norte de Europa, también se encuentran pequeñas diferencias: el encajonamiento de somier y colchón en Holanda, la cama inclinada, como de hospital, en Alemania, las finas almohadas de pluma en Escandinavia... Pero todos están unidos por el edredón. Este abrigo permite fluidez y libertad de movimientos, pero si no se tiene lo que Josep Pla llamaba el bachillerato del edredón, a la segunda vuelta, uno acaba destapado y aterido. A partir de 1980, la cultura del edredón ha llegado también al área latina, pero no creo que aún tengamos aprobado su bachillerato. En casa, por ejemplo, el edredón nos hace sudar, nos destapamos y, lógicamente, nos constipamos, así que hemos acabado por retornar a las raíces: la mantita de toda la vida, el encapsulamiento y el sueño mediterráneo y reparador.