TEtntre el despiste que arrastro y el desconocimiento sobre el protocolo he tenido que repetir tres veces la operación. La primera vez no me había enterado de que también debía hacerme un análisis de sangre y, como ya estaba desayunada, me fui con el botellón a otra parte. Pasados unos días volví a pasearme con la bolsa y volví al laboratorio. En esta ocasión, ya más preparada que para algo sirve la experiencia, me presenté tan sólo con una especie de jeringa conteniendo el líquido para su análisis. No había desayunado ni tan siquiera fumado. Todo correcto. Tampoco pudo ser. No había apuntado el nivel que había alcanzado la orina en el recipiente. Pensé que, como estaba lleno, no hacía falta anotar nada. Equivocación total. Resulta que hay envases de distintos tamaños. Les comenté que había tirado el botellón, por supuesto vacío, en un contenedor frente a mi casa pero ya era tarde, me estaban atendiendo incluso fuera del horario. Vuelta a empezar. Recuperada de la frustración compré un nuevo recipiente y, ya compañero inseparable, metido en una nueva bolsa, me acompañó durante otra jornada.

A punto estuve de volver a fastidiarla. Al final del día tomé una caña en un bar. Coloqué a mi amigo discretamente en un rincón y al cabo de unos minutos me marché. Había pasado dos esquinas cuando advertí que algo me faltaba. Recordé mientras corría una historieta que circula entre los periodistas, la de una familia que se fue de camping a Portugal. Se les murió la abuela. Para evitar engorrosos trámites, la colocaron en la baca del coche envuelta en la tienda de campaña y salieron pitando para España parando tan sólo para tomar un café, momento en que les robaron el coche y la abuela.

Cuando llegué al bar respiré aliviada. No se habían llevado a mi compañero. La bolsa con el botellón seguía allí.