Los entierros han concluído en Chincha, pero no hay tiempo para las condolencias. El problema ahora son los supervivientes: se sienten muertos en vida. Muchos pasan las noches a la intemperie, padecen frío, sus estómagos claman algo con lo que ser saciados. Los chinchanos tienen miedo a los robos y a las violaciones. Y se preguntan hasta cuándo durarán los padecimientos.

"Alguna ayudita llega, pero el reparto es desigual", dice Berta de la Cruz Huaman, madre de cuatro hijos, que se gana unas monedas lavando ropa a mano. Berta era inquilina de una casa de adobe que se vino abajo. "Por lo menos, que nos traigan una carpa", implora, mientras se acurruca junto a una hoguera en la avenida Melchorita, fogata que pronto dejará de irradiar calor.

Está a punto de amanecer en esta ciudad doliente. La noche ha sido amarga. La mayoría de la gente mantuvo los ojos abiertos como lunas. Lo que se ve en Chincha es una sucesión interminable de escombros, boquetes, paredes o techos horadados y basura acumulada. Además, los escombros removidos pueden convertirse en una trampa mortal para los supervivientes. Los socorristas ya han tenido que atender a dos personas picadas por arañas venenosas, y las autoridades han lanzado advertencias sobre el riesgo que representan los animales.

Los más afortunados duermen bajo carpas. Algunas son simples tiendas de campaña y resultan tan pequeñas como iglús. Otras, las que han sido donadas, son más amplias.

CHOZAS Los que se quedaron con las manos vacías levantaron chozas de paja y totora (una planta que crece en sitios pantanosos) o levantaron chabolas de cartón y plástico, erguidas en pocas horas. "El primer día dormimos sentados en la calle. El segundo, bajo de restos de cajas. Ahora, al menos, rescatamos pedazos de colchones", relata Victoria Mateo Atunca, en la calle 9 de octubre. Su tienda ha sido construida con retazos publicitarios.

Victoria y los suyos deben hacer un esfuerzo para recordar qué es el agua potable. Unos camiones cisterna suministraron por vez primera al barrio agua, aunque al final se vieron obligados a hervirla. Eso significó retirar madera de la fogata. Pero el fuego no solo los abriga, funciona como una suerte de sistema de vigilancia. "Mire, esos que pasan por ahí encapuchados: son algunos de los ladrones que se escaparon del penal cuando se cayó la pared. Roban cables, grifos, enseres", explica.

LOS NUEVOS HABITOS Los habitantes de Chincha deben acostumbrarse forzosamente a las nuevas rutinas. Vigilar los pocos bienes que les quedan, ejercitarse en las nuevas reglas económicas, que imponen el mercado negro y la escasez. "Cinco pancitos por siete soles (1,5 euros); eso es un atraco", brama Rosa Castilla. Chincha es una de las tantas paradojas de Perú. Es la primera exportadora de espárragos, y vende al mundo maíz, algodón y harina de pescado. Produce uva para el pisco, el aguardiente nacional, manzanas y mandarinas. "De acá sale mucho dinero. Pero la gente gana salarios de hambre y ha vivido en casas muy precarias que el terremoto barrió", subraya Aldo Mundana Bonilla.

"Estamos bien de salud y mal de la olla", responde Eva Díaz. Vivía en una chacra, allá donde las calles no tienen nombre. Su referencia topográfica era el cementerio Grocio Prado. Pero ¿quién sabe que sucederá con el camposanto?

Llueve a ratos. Por una calle pasan tres camionetas del Ejército custodiando un camión con víveres y ayuda humanitaria. Los soldados miran con desconfianza, como si temieran un asalto. La escena recuerda a un teatro de operaciones militares. Pero no, es Chincha después del terremoto. La tragedia del 15-A ha dejado más de 500 muertos en todo el sur del país, miles de heridos y 200.000 damnificados. Gran parte del daño es tan alevoso que duele mirarlo.

Salvador Martí Lorente es de Castilla la Mancha. Trabajaba de albañil. Conoció a Diana Lourdes Mendoza por internet. Se comprometieron. El quiso traerla para España, pero le negaron el visado. Entonces vino a Chincha. Aquí encontró el amor y pocos meses después el espanto. "Esto parece de película", dice.