TCtada mañana, a eso de las ocho, entro en el bar, tomo mi café y miro la prensa. Por costumbre. Ya sé que dicen que la costumbre es una ley escrita en el uso. Que tiene más fuerza que los tratados y que los códigos. Pero me cuesta creerlo. Yo soy más bien de los que creen que la gente y los pueblos somos como niños pequeños, empecinados en ciertas monotonías, pero que, como a los niños, se nos engaña con un potito. A finales del siglo XVIII, por ejemplo, los españoles aborrecían por costumbre el uso de la patata. Tubérculo asqueroso y comida de salvajes le llamaban. Fue el gobierno el que por razones económicas desplegó sobre el país un ejército de carromatos bien abastecido de patatas y de cocineros que explicaban las delicias del producto. Fue el gobierno el que se molestó en enseñar a los agricultores los secretos de su cultivo y, sobre todo, lo puso a un precio asequible. Y entonces la gente le perdió el asco y se inventó la tortilla española. Y sin retroceder tanto. Ni veinte años hace que la costumbre en Extremadura era tomar unas cañas a mediodía. Todos los días. Cuando hablaron de imponer los horarios europeos, más rígidos, más eficaces y aburridos, dijeron que ni de coña, que eso por aquí no funcionaría, que no había costumbre. Y ya ven. Por eso no entiendo que digan que la Ley Antitabaco no funciona porque choca con la costumbre. No lo veo. En realidad lo que creo es que si voy a tener que renunciar a mi vieja costumbre del café de la mañana para librarme del humo ajeno es fundamentalmente por dos motivos. Por una mala educación convertida en norma y por una ley hipócrita que la respalda. Pero no por la costumbre. Que yo sepa, no hay costumbre más arraigada entre nosotros que la de acatar la ley que nos dispara directamente a los bolsillos.