He recibido la invitación de Jesús B. para asistir a una cena con la que celebrar los veinticinco años transcurridos desde que dejamos el colegio que nos vio crecer. Me dice que seremos sesenta alumnos, profesores aparte. Tratar de avivar las cenizas del pasado junto a decenas de excompañeros de estudio me parece una idea tan tentadora como peligrosa. Saludar a tantos amigos con los que compartí la infancia es la tentación; también el peligro. Me asustan este tipo de reencuentros que nacen como un ejercicio de recuperación de la memoria de la infancia y acaban siendo un examen del presente y tal vez una predicción de futuro.

De algo estoy seguro: ninguno de los profesores se acordará de mí. Ninguno de ellos recordará a ese alumno, silenciosamente rebelde, que se sentaba siempre en las trincheras de la última fila, un lugar privilegiado lejos del frente de batalla desde el que garabatear en un cuaderno palabras y torpes monigotes de transparente información freudiana. Ellos no se acordarán de mí, y eso me satisface, porque sé que la actitud ausente que yo mostraba en sus clases era algo más que un mecanismo de autodefensa ante el aburrimiento: era un gesto de osadía, hacia ellos y hacia el incierto destino.

De nada me arrepiento: en ese colegio franciscano de Ciconia pasé los mejores años de mi vida. Tan buenos fueron que, intuyo, no volveré a vivir nada igual.

Decía que el reencuentro con decenas de compañeros es un ejercicio de la recuperación de la memoria de la infancia. Y es siempre, o casi siempre, la constatación de que, como bien escribió Jorge Manrique , cualquier tiempo pasado fue mejor .