Hace un par de semanas pudimos ver a los candidatos franceses debatir durante más de dos horas ante más de veinte millones de espectadores. En Estados Unidos los precandidatos republicanos y demócratas se enfrentan dialécticamente por decenas sin que tiemblen los cimientos del sistema. Son muchos los países en los que no se conciben unas elecciones sin debates y aquí, para llevar la contraria, sólo nos queda la memoria del año 1993. La receta es siempre la misma: el que está en el poder no quiere y el aspirante arde en deseos, independientemente del color político. Sólo así se explica que aquel año hubiera debates, porque quien estaba en el poder se veía casi fuera de él y fue gracias al duelo televisivo que los socialistas vencieron a Aznar por segunda vez.

De vez en cuando sería de agradecer un ejercicio de pedagogía política y de coherencia. De nada vale criticar que el candidato socialista a las autonómicas no quiere participar en tal o cual televisión cuando el alcalde popular de la principal ciudad de la región se niega a debatir con un oponente, del que dice textualmente que "ni siquiera es de aquí". Desde luego que lograría un espaldarazo de votos quien se atreviera a decir que debate en todos los lugares y en cualquier circunstancia: en primer lugar porque estaría demostrando que cree en aquello que propone y que está dispuesto a defenderlo. En segundo lugar porque estaría tratando a los votantes como adultos, como seres capaces de sacar conclusiones del contraste de pareceres. Es así como se persuade y no organizando mítines para convencidos, ni con vallas de señores irreconocibles por el photoshop . http://javierfigueiredo.blogspot.com