Más de 100.000 personas se acercaron ayer en Anantapur a la Fundación Vicente Ferrer para dar el primer adiós al cooperante en una jornada de intensas emociones. Desde muy temprano, el recinto recibió una avalancha de gente que fue a rendirle una conmovedora despedida que no vio su fin hasta entrada la noche. Pero el clamor popular no se limitó solo a la India. Instituciones de todo el mundo, desde gobiernos hasta oenegés, personas anónimas y los fieles colaboradores del proyecto impulsado por este barcelonés alzaron la voz no solo para expresar su pésame, su apoyo y su admiración. También para que su labor sea reconocida con el merecido Premio Nobel de la Paz.

Vicente Ferrer murió la madrugada de ayer a los 89 años, tres meses después de haber sufrido una embolia de la que no logró restablecerse. La noticia colmó de tristeza a los habitantes de Anantapur, que acto seguido sucumbieron al miedo. Miedo a que el cuerpo de Vicente fuera repatriado a España. Temor y preocupación que se disiparon poco después al darse a conocer los deseos del cooperante de ser enterrado en la India, en Bathalapalli, a pocos kilómetros de la central de operaciones de la misión. Al lado del principal hospital que pudo construir con el dinero de la iniciativa.

En las oficinas de la fundación reinaba ayer una actividad frenética. ±De los tres años que llevo trabajando aquí, hoy es el día más especialO, decía, emocionada, una joven cooperante. Se avecinan días de mucho trabajo para poder responder al cariño volcado desde todos los rincones del mundo. En Barcelona, por ejemplo, decenas de personas se dirigieron ayer a la sede de la fundación para anunciar que planeaban viajar a la India para asistir al funeral, que se celebrará el lunes en Bathalapalli. Sin embargo, es imposible entrar en el país sin visado, por lo que se decidió celebrar una ceremonia en recuerdo de Ferrer en la capital catalana, en una fecha aún por determinar.

Mientras, en India, decenas de autobuses repletos de niños vestidos con coloridos atuendos seguían llegando al lugar donde reposan los restos mortales de Ferrer. En una sencilla sala sin símbolos religiosos, adornada solo con flores, incienso de jazmín y música india, su mujer, Anna, y su hijo Moncho, acompañados de familiares y allegados, permanecían junto al cuerpo de un hombre que, desde que llegó en 1953, arrojó un poco de luz a una de las zonas más pobres de la India. Hasta tal punto que se convirtió casi en una deidad.