TAtntes de la II Guerra Mundial, los negocios se hacían en la ópera. Los tratos eran largos, muy protocolarios, exigían mucha conversación. El que mejor lo entendió fue Wagner, que planificaba la duración de los entreactos para que los plutócratas alemanes y austriacos negociaran acuerdos a la espera del aria de amor y muerte de Isolda. En verano, Radio Clásica retransmite en directo las representaciones del festival wagneriano de Bayreuth: comienzan a las cuatro de la tarde y algunas acaban cerca de las once de la noche. Esos tempos valían para los negocios de antaño, no para los vertiginosos tratos de ahora. Hoy, sólo los japoneses de la filial de Toyota en Amsterdam, con sus asientos reservados en el Concertgebow, o de la filial londinense de Sony, en los entreactos del Covent Garden, hacen tratos con música clásica. El resto de los ejecutivos dialoga en las antesalas de los palcos del fútbol y remata la jugada en un hotel de aeropuerto: en Schipool o en Heatrow, uno va directamente del avión al hotel sin salir a la calle, negocia, firma y retorna al reactor en unas horas.

¿Pero qué pasa en Extremadura? Pues muy sencillo, que es muy complicado hacer negocios. Ni hay ópera para que tanteen los orientales, ni aeropuertos con hoteles para volar, firmar y volar, ni palcos vips de equipos mágicos donde allanar caminos. Y así es imposible. La empresa cacereña Catelsa fletó un avión para facilitar contactos. Pero duró poco. Quedan el viejo Talgo, el Auto-Res y el palco del Cacereño. ¡Uf!, no me extraña que se espanten las empresas.