La duda, que algunos creemos que es un signo de inteligencia, es considerada en los políticos como una forma de debilidad. Lo más aconsejable es darle vueltas a los asuntos, pensarlos y repensarlos, especialmente cuando nos advierten de que podríamos estar equivocándonos. Pero hay quien prefiere no escuchar, quien cree que el poder que detenta le servirá para vencer aunque no pueda convencer, quien confía en que el tiempo acabe borrando casi todo de la memoria.

Nunca una figura geométrica dio tanto que hablar en una ciudad como el dichoso cubo de la alcazaba de Badajoz. El asunto polariza de forma transversal a gentes de todo tipo de pensamiento: así encontramos conservadores de derechas que alaban la vanguardia arquitectónica y la fusión de las piedras árabes con el hormigón del tercer milenio, e izquierdistas muy progres defendiendo la conservación inmaculada del paisaje medieval. Y ahora todo el mundo opina sobre lo que hay que hacer, en ocasiones con mucha ligereza, otras veces arremetiendo con saña contra una asociación que no ha hecho más que recurrir a los tribunales en defensa de lo que consideraba razonable. Reconozco que no he salido de mis dudas sobre la cuestión y lamento que quienes decidieron levantar este polémico edificio no tuvieran ninguna en su día, ni escucharan a los que advertían de la ilegalidad. Estarán dimitiendo, supongo. Mientras buscaba luz para este asunto, descubro en internet un magnífico artículo de Carlos Cándido Fraile Casares sobre la gloriosa decisión de derribar las murallas de Badajoz.

Debería ser lectura obligatoria en nuestras escuelas (y algún sitio más).