Quien ha superado una grave enfermedad sabe que durante algunos años seguirá siendo un enfermo. En el mejor de los casos, un enfermo sano. Intentará olvidarlo, pero las revisiones médicas antes o después lo pondrán en su sitio. El día de autos, el enfermo acudirá a la consulta con los ojos hinchados tras varias noches sin conciliar el sueño. En la sala de espera reflexionará sobre su vida y pensará con envidia en quienes no han de pasar por ese trance. Los minutos se le harán interminables hasta escuchar su nombre y apellidos en boca de la enfermera. Es el momento de conocer la verdad. Ya dentro del despacho, después de saludar torpemente al doctor, lo primero que hará será mirarle a los ojos, examinar sus manos, sus orejas, su nariz- Busca un gesto, un rictus en la cara, un movimiento de cejas, algo a modo de prólogo del veredicto que está a punto de escuchar. El doctor abrirá la carpeta con la documentación, que leerá para sí, ahorrándose con crueldad tan esperado gesto. Si la suerte viene de cara, levantará la vista de los papeles para dirigirse al paciente y dirá sonriendo: Tranquilo, todo está bien . Al enfermo sano --ahora más sano que enfermo-- se le iluminarán los ojos y empezará a llorar por dentro, de pura alegría. El suyo es un llanto silencioso, pero llanto en cualquier caso. El doctor seguirá hablando: de proteínas, colesterol, azúcar, glóbulos blancos- pero el paciente ya no escuchará. Solo piensa en abandonar la sala cuanto antes para respirar aire puro y gritar --también silenciosamente-- al mundo que ya puede empezar a apurar su vida hasta que se acerque la fecha de la siguiente revisión.