En un prólogo a sus Poesías escogidas (Losada, 1960), José Hierro confesaba que no era un testigo, sino un testimonio de lo que en el mundo va ocurriendo. Entre el espacio poético ocupado por un verbo pugnaz como el de Blas de Otero, o disconforme como el de José Agustín Goytisolo, hay un puente de paso, no sólo generacional, que adquiere forma --realidad-- cuando alguien lo cruza.

Esta es la metáfora que ayuda a comprender la poesía y la figura de un poeta que no quiso ser emblema de nada, que pensó en juntar orillas, en proclamar que la poesía no es una nota aislada, sino un acorde en el que cabemos todos. Y eso que su ideario político le valió el desdén del franquismo, en cuyas cárceles pasó parte de la postguerra. Pero, nunca arredrado, cantó sin rencor.

Es un hecho que en este país la discreción no es rentable, y quizá por esta razón su reconocimiento público y los grandes galardones le llegaron tardíamente.

Muchos creyeron descubrirlo con Cuaderno de Nueva York (1998), pero este poeta intimista, aunque dotado de un singular sentido social de la expresión poética, había publicado títulos capitales para la poesía: Quinta del 42 (1953), Cuanto sé de mí (1957), y sobre todo, el Libro de las alucinaciones (1964), forman un cuerpo de extraña solidez, escrito desde una conciencia que no siente culpa si canta a las aves, ni liberación si defiende a los oprimidos. Lo mejor de su poesía es la ausencia de dogma. Por eso, incluso en lo formal, no ha dejado escuela, sino espíritu. RAMON ANDRES