Escribo este textamento el lunes 14 de junio, dos días antes de que la selección española dispute su primer partido en el Mundial de Fútbol de Sudáfrica. Como no soy adivino, no puedo conocer de antemano el marcador del encuentro, pero me atrevo a aventurar la actitud de los aficionados, que dependerá --como no podría ser de otra manera-- de ese marcador. En caso de ganar, los hinchas irán haciendo un hueco en la vitrina de sus salones para colocar la copa de este Mundial junto a la de la Eurocopa, a la que sacan brillo de vez en cuando. Habrá que estar preparados para esa euforia desmedida tan difícil de entender para quienes no sienten el fútbol como una religión. En caso de perder, la euforia se convertirá en disforia por los senderos habituales: las tabernas, los parques, los ambulatorios, en fin, España entera se verá inundada por millones de entrenadores ad hoc que explicarán lo que todo sabemos pero nunca nos dejaron llevar a la práctica: que habría que atacar más (o bien defender más), que habría que entrar por las bandas (o bien entrar por el centro), que habría que alinear al jugador X (o bien al jugador Y), y, sobre todo, que habría que echar al entrenador. En caso de empate, el abanico de posibilidades se vuelve más creativo, porque los habría se multiplican, y entonces tienen cabida todo tipo de opiniones: o sea que podríamos hacer una cosa y la contraria, echar al entrenador y quedarnos con él, todo al mismo tiempo.

Estos días vivimos por y para el fútbol, ese deporte que millones de personas disputan y en el que solo veintidós héroes (o antihéroes) sudan la patriótica camiseta.