TEtl otro día vi un capítulo de Los Soprano en el que el protagonista principal, Tony Soprano , se quejaba ante su psiquiatra, la doctora Melfi , de que cada vez que se topaba con el típico hombre feliz sentía ganas de retorcerle el cuello. Me identifico con el enojado Tony pese a que yo no sea un mafioso ni tenga dinero para pagar la ayuda de una psicoanalista. Ojo, no deseo hacerle daño a nadie, pero a veces tengo la sensación de que las aceras se van hundiendo a cada paso que doy mientras la festiva Humanidad desfila en una carroza de Carnavales por el centro de la calle.

No es mi intención ser el hombre más feliz del mundo, me conformaría con mantener un nivel de felicidad equilibrado, como si de glucosa o colesterol se tratara. Pero no me resulta fácil, se ve que no he aterrizado en este mundo para ser feliz. La cosa viene de lejos. Al poco de nacer la comadrona le recetó a mi madre descanso y antidepresivos. "Los antidepresivos son para el bebé", aclaró la comadrona. Lo llevaría escrito en la cara. Es lo que pasa cuando uno nace con ojeras tras nueve meses sufriendo pesadillas ante el miedo a lo desconocido.

Puede que esté exagerando. Es cierto que últimamente estoy gafado, pero mi vida no ha sido siempre un valle de lágrimas. Recuerdo aquellos 6 de enero en que despertaba abrazado a un osito de peluche después de pasar la noche soñando con los Reyes Magos. La decepción llegó el día en que descubrí que de Oriente no vienen los generosos Reyes Magos sino dictaduras y guerras absurdas. Desde entonces guardo el afligido Scalextric en el armario como prueba de que una vez existió un tiempo mejor.