TLto bueno es que están ahí siempre, incluso de madrugada, cuando la fiebre se empeña en recordarnos que somos frágiles envoltorios de piel y huesos. Sé que habrá de todo, pero son mayoría los que sí se esfuerzan, los que han hecho de su profesión una dedicación amable a nuestro servicio.

Ahora que he domiciliado la nómina en las industrias farmacéuticas, he alquilado una cama turca para llevarla a urgencias y me he hecho experta en enfermedades terminadas en itis, tenía que dedicarles una columna, por respeto, en agradecimiento.

Ven muchas personas cada día, demasiadas, recetan palabras para la soledad y el miedo, son a veces la única compañía de nuestros ancianos, los únicos que les escuchan. Acarician a los niños, son pacientes, calman su llanto cuando les pinchan, se calientan las manos para que no les dé frío, procuran llamarles por su nombre.

Siempre pensé que había elegido la profesión más hermosa del mundo, pero cuando les veo con su bata blanca, escuchando tras una mesa o al lado de la camilla, llevando comidas o tomando la tensión, siendo amables con la gente impaciente, agachando la cabeza ante los maleducados, sé que se merecen esta columna. Porque están ahí, y hacen sonreír a mi hijo, y son encantadores con mis padres, y aparecen sin sueño, en mitad de la madrugada, para calmar nuestra angustia de ser demasiado humanos. Ellos, todos los que se dedican a la salud, se merecen estas palabras, simplemente porque a veces las suyas son la mejor medicina. No he encontrado ningún verso que estremezca más el corazón que sus diagnósticos, y ningún alivio o consuelo comparable al su ya pueden irse a casa.