TUtna amiga, la que más me hace reír, ha sufrido un accidente. El agua, el trompo, el golpe, el fémur. Pasa sus días en una cama de hospital, con la pierna inmovilizada y con la duda de si tendrá que estar así dos meses o tres, más otro tiempo hasta apoyar, más seis meses de rehabilitación...

He ido a visitarla y me ha contado su experiencia: la soledad del accidentado en la carretera, el angustioso repaso mental de su cuerpo hasta descubrir que hay una parte de él que no se siente, la angustia sobre la hemiplejia, el placer del dolor que ya se asoma (si duele es que el cuerpo no se ha quedado paralizado de por vida), el traslado vertiginoso en ambulancia, los guardias tumbados...

La pasada semana, los profesores de autoescuelas cacereñas llamaban la atención sobre los problemas que plantean a los vehículos de urgencias esos obstáculos de goma que se colocan en las calles para que los automóviles no corran. Mi amiga accidentada me ha explicado cómo sufría cada vez que su ambulancia pasaba sobre un guardia tumbado, sobre todo cuando son de cemento como en Montijo, por donde la llevó su ambulancia. Aunque el récord de guardias tumbados de cemento y goma se lo lleva la travesía de Herguijuela, en la carretera de Trujillo a Guadalupe. Hasta 17 he contado entre montículos y rectángulos.

En las tardes tontas de otoño, cuando me pongo mustio sin saber por qué ni tener razones para ello, pienso en quienes en ese momento pasan tendidos en una ambulancia sobre un guardia tumbado e inmediatamente dejo de quejarme.