TLta hija del inmigrante es muy lista y su padre, en cuanto huele la burocracia, la viste de domingo y se la lleva con él a la capital. La hija del inmigrante no tiene abrigos buenos, pero sí jerséis gordos de colores y pantalones anchos con lentejuelas que animan mucho las colas impacientes de las oficinas de Tráfico, tan llenas de señores serios vestidos de colores tristes. Los padres de las niñas inmigrantes saben trabajar duro y poseen la voluntad inquebrantable de quienes nunca han tenido nada que perder, pero les cuesta manejarse en el oleaje del papeleo y se atascan con el idioma. Pero allí está su hija, con él, en la cola de Tráfico de Cáceres o de Badajoz, infundiéndole seguridad y demostrándole que tiene razón, que ha hecho muy bien trayéndose la familia a un pequeño país llamado Extremadura donde la niña estudia gratis y los médicos le curan los constipados y los esguinces con solvencia.

La hija del inmigrante ejerce de traductora y los funcionarios de Tráfico, que deben de ser los más pacientes de la burocracia española, le sonríen, le informan y le tratan con mimo. Su desparpajo ilumina la oficina y hay señores nativos que también se acuerdan ahora de sus hijas: sólo ellas los podrían rescatar de un inminente naufragio burocrático. La diferencia es que las hijas de los nativos estudiarán todo lo que quieran y sepan, pero la hija del inmigrante, en cuanto crezca, tendrá que casarse o ponerse a trabajar, cortándose de raíz una desenvoltura y una inteligencia que merecen brillar más allá de las oficinas extremeñas de Tráfico.