TUtna noche entraron intempestivamente en el hotel Sherman de Chicago unos tipos que venían armados hasta las cejas. Vestían trajes con solapa ancha y sombreros de alas y llevaban persuasivas ametralladoras. No se asusten. Estamos buscando a un amigo . Esos hombres trabajaban para Al Capone , y ese amigo, que no era tal, era el pianista Fats Waller . Alguien llamó a la policía, que se presentó al rato. Todo ese tiempo estuvo el bueno de Fats encerrado en el baño, muerto de miedo. Esa vez se libró, pero unos días más tarde se repitió la escena. Los hombres irrumpieron de nuevo en el local y avanzaron hasta él, sentado como siempre al piano. Uno de ellos le puso una pistola en su inmensa barriga y le invitó a que les acompañara al East Cicero. Esa fue la primera --y no la última-- noche que Fats Waller tocó para el rey del hampa.

Al Capone sería un malvado, pero tenía buen gusto musical. Fats Waller era entonces uno de los mejores pianistas, con un estilo muy personal cercano al ragtime . Otro con su talento podría haber llevado a buen puerto su carrera, pero él era demasiado descuidado.

Inmensamente gordo (de ahí el apodo de Fats), simpático, histriónico y alegre, el pianista y cantante Thomas Waller tuvo una vida de película. Excelente compositor (al que siempre engañaban los empresarios), bebedor empedernido, extorsionado por los abogados de sus exesposas y eternamente acosado por las deudas, ha sido comparado con Louis Amstrong por su talento y por su tendencia a orientar sus dotes musicales hacia el espectáculo bufonesco, oscureciendo así su lado más serio. Tenía 39 años cuando murió de neumonía, en 1943.