Mucho antes de convertirse en maestro budista, Alain Krystaszekv --nacido en Francia, pero de padres polacos-- era un buen jugador de petanca. Algunos dicen que excelente. Quienes sabían del fervor de su afición no se extrañaron demasiado cuando, muchos años después, supieron que aquel que con el tiempo acabó haciéndose llamar maestro Kaisen no solo había seguido practicando, sino que había contagiado a sus compañeros de meditación y había convertido el juego en una práctica común en el Templo Zen del Pico Luminoso, al sur de Francia. El maestro reveló más tarde la siguiente verdad: la petanca y la meditación zen son hermanas. Tienen rasgos en común. Quien juega como se debe, dijo Kaisen sin pestañear, puede paladear la eternidad.

Kaisen ("ermita solitaria de la montaña profunda") halló en algún momento que su teoría debía ser impresa y divulgada, y ha publicado un libro en el que recorre los 35 años que lleva meditando y jugando. "Si se practica la petanca con el espíritu adecuado, entonces puede hacerte crecer como persona", asegura este hombre que ya es abuelo y venerable y que en las fotos que le han sacado para promocionar el libro aparece siempre con una resplandeciente sonrisa.

El éxito de El espíritu de la petanca es lo de menos: tal vez lo más importante es que ha sacado de sus madrigueras a veteranos jugadores que, a juzgar por sus declaraciones, llevaban años intuyendo (o sabiendo) que la petanca es una especie de práctica superior, capaz de hacer mejores a las personas, y que puede incluso propiciar momentos de epifanía.

"La excelencia se consigue --argumenta el maestro-- dejándote llevar y apartándote de los aspectos ilusorios. En determinado momento, se produce una unidad entre el cuerpo, el alma y tu propia respiración. Te olvidas de ti mismo y de los otros. No estás aquí ni allá; estás en todas partes".