Junio es un mes ambiguo. Estamos deseando que llegue pero también que termine. Sus días transcurren lentos, casi se desgranan, como horas maduras que no acaban nunca. Otras veces corren alocados, perdiendo segundos preciosos, robando minutos a un tiempo egoísta empeñado en seguir.

Junio está lleno de madrugadas insomnes y noches de café, de calor imprevisto y tormentas de alivio, de mañanas breves y tardes interminables. Siempre hay alguien estudiando en cualquier ventana, una luz que se enciende mientras casi todos duermen, que se apaga cuando todos despiertan.

En junio, la vida siempre está en otra parte, más allá de las paredes de nuestro cuarto, mucho más allá de los folios y los libros que tenemos delante y que no nos dejan ver lo que espera fuera: las terrazas, el bullicio, la ropa de verano, las hogueras de San Juan y las piscinas con su rumor de niños en cascada. Estudia, nos dice la voz de la conciencia, y estudiamos con la promesa feroz de que un mes más tarde, a lo sumo, todo lo que podemos entrever será nuestro, como una tierra prometida. Llegará julio y se acabarán los exámenes, la alergia y el estrés. Y sí, llega julio y pasa agosto, y de nuevo se repite la historia circular, año tras año, hasta junio, con sus treinta días cargados de deseos en mitad de una carrera de obstáculos.

Junio es el mes del hambre que no se sacia nunca. Nos pasamos sus días suspirando hambrientos por lo que vendrá después, por esa promesa hermosa de las noches de verano, cuando todo parece posible y la vida es aún un regalo sorpresa envuelto en papel brillante. Luego llegará septiembre, pero qué lejos queda todavía.