No tires el pan que hay mucha hambre en el mundo. Recordé esta frase, machaconamente repetida durante mi infancia, cuando abrí uno de los varios semanales que se juntan en casa los fines de semana.

Una fotografía a doble página me hizo fruncir el entrecejo. No sabía muy bien lo que estaba viendo, salvo que era una imagen de extrema miseria. El pie de foto me aclaró que el producto, que en pequeños trozos estaba amontonado, era pan expuesto para su venta. Pedazos de pan, pequeños, secos y mugrientos. Restos sacados vaya usted a saber de dónde, quizás de basureros o quizás de la caridad en forma de mendrugo de las familias mejor posicionadas.

La imagen captada por el fotógrafo habla de suciedad y de extrema pobreza. Un hombre joven escoge un pedazo, aparentemente más limpio, mientras se dispone a depositarlo en el platillo de la rústica balanza que el comerciante observa atentamente. Los dos iguales en su malaventura, manteniendo una economía de sub-subsistencia. La instantánea está tomada en Afganistán y refleja la crisis y la avaricia de los especuladores. Está cara la harina, y a falta de pan fresco, buenos son los mendrugos costrosos que les dejan para llenar las tripas. Es un instante de unas vidas, la del vendedor y el comprador, que continuarán sin cambio alguno a no ser que alguien haga algo. Por ejemplo ¿los países del G-20?, ¿los bancos que presionan a los gobiernos para que acudan en su rescate, esos mismos bancos que ya intentan actuar como si todo hubiera pasado después de llevarse el dinero de nuestros impuestos, el mismo que luego no quieren prestarnos? Adoradores del mercado cuyas reglas ellos establecen, y solo acuden a los Estados cuando es preciso salvarles el trasero.

Allí seguirá el vendedor afgano, en una acera de Kabul, recordándonos que falta pan en el mundo.