Cuando ustedes lean esta columna, habrá pasado ya una semana de la entrega del premio Nobel de la paz a Obama . Puede que para entonces la avalancha de noticias que recibimos a diario, el ambiente navideño o el empacho de cenas de celebración hayan conseguido que olvidemos su discurso. Puede que sí, pero yo espero que no. Me había resistido a escribir sobre Obama, sobrecogida por el exceso de elogios y las expectativas creadas. Tampoco quise decir nada cuando le concedieron el mismo galardón que a Teresa de Calcuta . Pensé que estaban recompensando no un hecho sino una esperanza. Además entonces Obama iba y venía en misión diplomática, con bastante mejor fortuna que su antecesor en el cargo. Pero ayer, en su discurso, habló de la necesidad de la guerra, y ninguno de los presentes levantó la voz. Dijo también que nunca podríamos acabar con los conflictos bélicos, porque no solo eran inevitables, sino también necesarios. Y que a veces, era lícito que los países se unieran contra un enemigo común. En la sala no se escuchó ni una protesta, y Obama se marchó a su país con el premio bajo el brazo. En el otro quizá tenía la orden para mandar más tropas a Afganistán, ese país que intentamos liberar (¿o era conquistar?), como a Irak, la nueva potencia democrática donde no dejan de estallar bombas. Necesarias, eso sí, y tan mortíferas como inevitables. Todo sea por la paz, para que los muertos, los miles, millones de muertos causados por los conflictos, las víctimas colaterales que dicen ellos, o sea, los niños, mujeres, y ancianos, puedan descansar en paz. Imagino que era eso lo que estaban premiando en Estocolmo.