Mientras algunos escarban en la beligerante memoria histórica, otros seguimos recuperando la memoria personal, una memoria por lo general pacífica y sin grandes hazañas, nada proclive al best seller y a la confrontación política, pero que hace un servicio terapéutico al fin y al cabo.

Del pasado siglo --cómo suena esto-- rescato hoy nuevos recuerdos. Por ejemplo: aquella película rodada en la Ciudad Monumental de Cáceres cuando yo tenía cinco o seis años en la que los actores principales, un hombre y una mujer elegantemente vestidos de época, se besaban con lengua , tal como me explicó entre exclamaciones un primo algo mayor que yo. Me acuerdo de las raspaduras de pastel en el Horno de San Fernando, que también se vendían en el Convento de Las Claras, a tres pesetas el cucurucho; de las películas de Tarzán y Maciste en el cine Coliseum; de la primera tienda de electrodomésticos que trajo el televisor en color a la ciudad; de la quema del dragón en la plaza Mayor el día de San Jorge; de mi madre, que dedicaba todas las tardes a la costura; de mi padre rellenando las quinielas de fútbol; de los payasos de la tele.

Y me acuerdo que de niño no me gustaban los libros. Ningún tipo de libros, ni siquiera los de aventura. A la mayor de mis hermanas, sin embargo, le gustaban mucho, y solía llevarse uno a la cama cada noche para leerlo con gran interés.

Más de veinte años después le di a mi hermana el primer libro que publiqué, una colección de relatos; aquella noche se lo llevó a la cama y lo estuvo leyendo con el mismo placer de siempre, como si ese libro no llevara mi firma sino la de un escritor de verdad.