TDtos niños pasan a mi lado. Uno lleva el brazo engarzado sobre el hombro del otro y así caminan, riendo de cosas enigmáticas, ungidos por un yugo de amistad que sólo se consiente a ciertas edades. Melancolía por una estampa que me habla de una patria que he perdido. Yo no sé catalán, ni gallego, ni tan siquiera podría asegurar que sepa castellano de un modo impecable; pero, ese idioma pretérito del abrazo y de la sonrisa, no lo he olvidado. Y como soy padre, como sé lo difícil que es atravesar la adolescencia, me esfuerzo por hacerles comprender a mis hijos, ahora que todo es confusión y mala leche, que sí que es cierto que la patria existe, aunque no es una bandera, ni el retrato de un rey, ni la familia, ni tan siquiera ese pedazo de tierra en que a uno lo nacieron. A mi entender, la patria, esa abstracción con la que tratamos de encerrar los aromas que alguna vez amamos, las vivencias que nos conforman, los valores que desearíamos rescatar del olvido, la encuentra uno al lado de cualquier persona que se esfuerza en hacernos la vida un poco más benévola. Todos los hombres amables del mundo son compatriotas. Poco importa si la señora aquella que se desvivía por darme ternura en un Madrid desnaturalizado nació en Extremadura o proviene de la otra punta de la galaxia. Desde el borde del precipicio, su amabilidad me rescataba y por unos segundos volvía a poner los pies en mi patria. Sé que voy a morir y sé que ése que tengo enfrente también morirá, lo único que importa es que, en el entretanto, no nos miremos como enemigos. Eso es lo que quisiera que mis hijos tuvieran claro, que toda patria es una quimera si no cabe en el abrazo engarzado de dos niños que pasan.