La nueva mendicidad en el Sudeste Asiático es blanca, tiene iPhone y escasa vergüenza. En esa parte deprimida del globo, con zonas de hiriente pobreza, cada vez son más habituales los begpackers, un juego palabras que introduce en el término inglés de mochilero (backpacker) la variante de mendigar (beg). Son jóvenes occidentales que piden limosna, cantan en la calle o venden baratijas para sufragarse el viaje.

El fenómeno se popularizó en las redes antes de que la prensa y los gobiernos lo atendieran. Una foto muestra a una pareja, ella a la guitarra y él con la armónica, con el cartel Contribuye a nuestro viaje alrededor del mundo. Otra enseña a un joven que simplemente aguanta otro cartel: Estoy viajando por Asia sin dinero. Por favor ayúdame. Ninguna de las fotos muestra a tipos que asociaríamos con la necesidad.

Los begpackers han brotado en Tailandia, Camboya, Laos, Vietnam o Malasia, un circuito tradicional para presupuestos ajustados, e incluso en destinos elitistas como Hong Kong o Singapur. Abundan en Khao San Road, epicentro mochilero de Bangkok, que reúne hostales y tiendas de abalorios.

Ha sido precisamente Tailandia, gobernada por una Junta Militar hastiada de la barra libre del turismo, la primera en atacar el brote. Funcionarios de Inmigración en diferentes puntos de la frontera exigen al extranjero con visado de turista que pruebe que disponen de al menos 20.000 baht (509 euros) en efectivo. El escrutinio alcanza a los sospechosos de trabajar ilegalmente en el país con visado de estudiante.

Sobran razones para ir al sudeste asiático. Playas de postal y sol, parajes exuberantes, cultura milenaria, la posibilidad aún de eludir los circuitos masificados y una vasta oferta para los bolsillos menos hondos. La zona ha atraído durante décadas a mochileros que aún hoy pueden disfrutarla con un puñado de dólares diarios. Pero los begpackers suponen la degeneración del modelo.

Los gobiernos de la zona han basculado rápidamente desde la curiosidad antropológica a la indignación por este aluvión de mendigos que se añade a los propios. La industria del turismo consiste en que los de fuera se dejen el dinero en el país y no en llevárselo. Y en paralelo a las razones económicas subyacen las éticas. Hay algo obsceno en esas clases medias del primer mundo pagándose la diversión con la generosidad de países que sudan para sacar a buena parte de su gente de la pobreza. Tipos como el ya célebre Benjamin Holst han demostrado que se puede vivir de ello. El treintañero alemán se sirve de su pierna atrofiada para acumular limosnas que gasta en cervezas y compañía en Pattaya, la ciudad-burdel tailandesa, u otros destinos del sudeste asiático. Existen alternativas para los que quieran zambullirse en la cultura local y carezcan de medios con cierta tolerancia al esfuerzo. Trabajar en hostales u oenegés, por ejemplo, suele retribuirse con alojamiento.

Louisa K, socióloga malasia, opina que los begpackers llegan arrastrados por el exotismo de unas tierras lejanas en las que encontrar su espiritualidad. «Eso convierte nuestro continente en una caricatura, en un lugar de aventuras o, en otras palabras, en el patio de recreo del hombre blanco», dijo al canal France24. La tolerancia social también revela el prestigio que disfrutan los occidentales en Asia como un legado colonial. Esos mendigos serían tratados con menos delicadeza en las grandes capitales si fueran asiáticos.

El fenómeno ha sido también debatido en las redes sociales. Un probable resumen sería que mendigar es el último y desesperado recurso del que no puede comer y no el entretenimiento de niños ricos para pagarse las cervezas en el hostal.