Corren el peligro de morir aplastados, pero, cuando se trata de comida, ¿quién no se juega la vida? Miles de marroquís se dan cita cuando el sol aún no ha salido, burlando la ley, en el conocido barrio Chino de la ciudad de Nador, a los pies de Melilla. Uno de los cuatro pasos fronterizos que separan España de Marruecos. Empieza la hazaña para Fátima, de 45 años: "Llevo 27 años trabajando en el contrabando", comenta en un mal castellano.

La odisea de estas mujeres "con derecho a trabajar --dice Mohamed Jaben, contrabandista-- en lo que se sea", empieza al abandonar sus casas, a las cinco de la mañana. Después de caminar en algunos casos hasta ocho kilómetros (la distancia entre Nador y el paso fronterizo del barrio Chino) tienen que someterse a las amenazas de los agentes marroquís: los mejazniai.

Detrás del puesto fronterizo todo cambia. En Melilla están definidas las funciones de los trabajadores, comerciantes, vendedores y compradores, que constituyen una importante red industrial, ilegal pero consentida por los gobiernos de ambas fronteras. Sobre todo por la parte marroquí. Sus agentes de policía y de aduanas participan del estraperlo. "Son los mayores corruptos", denuncia el presidente de la Coordinadora de Asociaciones de la Sociedad Civil del Norte de Marruecos, Abdelmonain Chauki.

"Esta mercancía procede de la Península y de Asia. Ya en Melilla, todo es legal, pagamos impuestos. El 10% por cada producto", explica el comerciante Aomar Salah. Por eso, a Melilla no le gusta hablar de contrabando, y utiliza el eufemismo "comercio atípico". Pero, es irrefutable la entrada y salida a diario de más de 30.000 personas, una gran mayoría blandiendo enormes fardos de contrabando.