Hablar de trabajo da escalofríos. Más si eres uno de los cuatro millones de colegas que no lo tienen. O lo tienes, pero es un contrato de seis meses donde entregas un montón de horas diarias, calladito y cumpliendo sonriente, por si acaso. Incluso si disfrutas un empleo desahogado, lo prudente es no andar por ahí aireándolo, porque te la puedes jugar. Te puede escuchar algún parado de larga duración y, si le pillas de malas, hasta te rompe la cara por arrogante y chulo. Especialmente si tu trabajo está bien remunerado y consiste en quehaceres facilitos y cómodos. Lo mejor es que lo mantengas en secreto y disminuyas el consumo para que vean los vecinos que a ti la crisis te atiza como a cualquiera. Sobre todo no se te ocurra hacer como sus señorías quienes, desde esta semana nos cuentan a qué dedican su tiempo y cuánto perciben por sus actividades. Por ir de vez en cuando a un pleno --o a ninguno-- el que menos se embolsa alrededor de cinco mil euros mensuales con transporte pagado. También dan conferencias y participan en tertulias y otros, como nuestra María Antonia , producen "obra científica o literaria". La mayoría han dejado sus anteriores trabajos para dedicarse por completo a la profesión de señoría. Así pueden disfrutar mejor de sus vacaciones, que ellos llaman "periodos intersesiones" y son larguísimos, mucho más que tu mes de agosto. O son valientes o no son conscientes de lo provocativo del asunto. Temo por ellos. De casi ninguno sabemos la eficacia de tan señoriales actividades, pero ni se te ocurra pensar que podríamos reducir su número para ahorrar un poco. Son la esencia de la democracia. Ahí los tienes, con dos huevos, expuestos a cualquier agresión.