TLtuego dirán que no seguimos las tradiciones, cuando, en realidad, hasta cumplimos sin saberlo con antiguos ritos sobre el sol y lo hacemos tan a conciencia que quedamos agotados, como recién salidos de sacrificios humanos.

Ahí tenemos los solsticios, sin ir más lejos. Cada vez que se van aproximando esos días de junio y de diciembre el cuerpo se nos pone sandunguero y la llamada de la selva nos conduce a la celebración más extendida: las cenas. Aún no es fin de mes y ya hemos acumulado unas veinte o treinta. La de la oficina, la del instituto, la de los cuñados y los amigos de la infancia y las de la comunidad de vecinos. Llegamos a Navidad exhaustos uniendo aperitivos y postres, machacando nuestro estómago en honor de sol con una soltura que ya quisieran los sacerdotes aztecas. Eso en invierno, pero a medida que se acerca mayo, y sobre todo a mediados de junio, ya vamos apalabrando cena tras cena en una carrera hacia el medallero del colesterol.

Yo ya he cenado fuera varias veces. En terrazas, en casas de amigos, en lugares cerrados. Y aún me quedan bastantes noches más.

No está mal esto de las cenas. Ni de los solsticios. Es hermoso que la tradición te obligue a juntarte de cuando en cuando con personas a las que no ves a diario. Lo que no se entiende es por qué no ves a esas personas a diario si estas tan a gusto con ellas. El caso es que celebramos el sol. Y bebemos a su salud. Y él recibe nuestro sacrificio humano, como antes. De hecho es la ruina de nuestros cuerpos ahítos lo que le ofrecemos. Asciende hacia él nuestra entrega mezclada con el fuego y el humo de las barbacoas. Que lo disfruten.