En el toreo sobra el patrioterismo. Cuando casi un chiquillo, tan dispuesto de corazón pero tan despierto de mente, llega a una gran plaza como la de Madrid y es capaz de dejarla cavilando, sea extremeño, sea de donde sea, pues hace el toreo con pureza y entrega, ese un gran torero. Puede estar en ciernes --y Alejandro Talavante aún lo está-, pero lo que ayer hizo en Las Ventas el torero de Badajoz tuvo tanta importancia que por días se seguirá hablando de él. Claro, para quien le haya visto por primera vez, será una sorpresa. Desde luego que no para los que ya hemos tenido la dicha de saber de él, para los que siempre hemos tenido fe en él.

Sus dos novillos fueron manejables pero los dos tenían muchos matices. Mejor su primero, que se le venía, se iba largo y repetía. Su segundo dijo poco en los dos primeros tercios y apuntó sosería en el inicio de faena, aunque al final, ya muy al final, terminó de romper. Y terminó de romper por el torero, por su clarividencia, por saber darle la salida más agradecida para el novillo, jugando con las querencias.

Lo que Talavante mostró en Las Ventas fue una insolente suficiencia. No suficiencia para racanear y esconderse. Sí suficiencia para entregarse, para dar lo mejor de sí mismo. Insolencia para colocarse bien, para dar sitio a sus novillos, para adelantarles moderadamente la muleta, para pasárselos cerca, para llevarles y rematar el muletazo, para ligar las series, por ambos pitones. Insolencia para hacer un toreo de extrema intensidad. E insolencia para sentirse, en el toreo y en la vida, lo es todo. Insolencia para gustarse cuando iba y venía del novillo, e insolencia para hacer un toreo cambiado insuperable, alternando la trincherilla y el pase de la firma, como en su segundo.