TRtesulta que dedicar varias horas diarias a mirar la caja tonta supone una terapia para mucha gente. Algunos amigos, sin ir más lejos, me confiesan lo mucho que les relaja clavar el trasero en el sofá frente al dichoso aparato cada noche después de una dura jornada de trabajo. De esto sabrán bastante los jefazos de las productoras, que han optado por diseñar productos destinados a ciudadanos con el espíritu tan cansado que se diría acaban de recibir una sesión de quimioterapia. Y es que si algo caracteriza a la televisión actual es la escasa o nula calidad de su programación. En esto apenas hay diferencias entre las cadenas públicas y las privadas: uno tiene la sensación de que la mayor parte de los programas de unas y otras han sido concebidos por guionistas ocasionales después de fumarse un canuto del tamaño de un paragüero.

Llevo varios años alimentando la sana costumbre de ver una hora de telebasura a la semana (es sana precisamente porque sólo dura una hora), y todavía hoy sigo con el síndrome de Sardá , es decir: la incapacidad de distinguir un programa basura del que no lo es. (El que decía sin rubor que Crónicas marcianas no era basura-).

El panorama no sería tan desalentador si al menos se pudiera ver una buena película en un plazo razonable, pero tal como están las cosas en el transcurso del corte publicitario le da tiempo al telespectador a hacer el Camino de Santiago. Lo peor es que, asumida socialmente la condición basurífera de la tele, nadie se atreve ya a hacer un programa digno por miedo a ser denunciado en comisaría. Pero no hagamos drama: todavía nos quedan House y Camera café .