Soy consciente de que nunca salgo inmune de los debates, y que en mayor o menor medida los argumentos del rival, cuando son sólidos, siempre dejan en mí el agridulce poso de la duda. Esto puede explicar, en parte, que aun siendo antitaurino entienda como desmedida la prohibición de celebrar corridas de toros, norma restrictiva que tiene vigencia en Canarias desde hace diez años y que tal vez se ponga en funcionamiento próximamente en Cataluña. Después de manifestarme en tantas ocasiones ante amigos y familiares en contra de la llamada fiesta nacional, donde el espectáculo gira en torno al sacrificio de un pobre animal que casi no tiene posibilidad de defenderse, descubro que no figuro en el grupo de los militantes prohibicionistas. (No es eso , que diría Ortega ). Pocas actividades están más alejadas de mis intereses que la del toreo, pero de ahí a aceptar su forzosa desaparición media un abismo. Como tantos ilusos --o no tan ilusos--, yo hubiera deseado una transición moderada en el concepto del ocio que tienen algunos ciudadanos, que en este caso son muchos. Me parece desangelada la posición en la que va a quedar el torero y los aficionados a los toros que viven en Canarias o en Cataluña, los cuales han de aceptar con resignación que sus gustos sean proscritos por decreto legal.

No me gustan los toros ni las fiestas de pueblo en la que se sacrifican animales, y manifiesto mi descontento con estos espectáculos crueles no asistiendo a ellos. Así es, creo, como deberían desaparecer estos actos marcados por el exceso: por falta de apoyo popular y no porque lo decidan cuatro políticos en el Parlamento.