TEtstá tumbada desnuda en el suelo, en la calle, en medio de un amplio espacio de soledad. Las piernas flexionadas, el brazo doblado y la cabeza reposando sobre su mano. Más allá de la mujer se ven personas. No la miran, la cámara las ha captado en un instante cualquiera, unos momentos en los que coincidieron con el cuerpo tendido. Parece como si la hubieran bordeado creando un círculo de aislamiento. Es una foto impactante que publicaba el otro día este mismo periódico. Era Haití. Quizás la joven tendida tenía el cólera, o estaba desnutrida. Me pregunto que hacía allí desnuda, en la calle. Era la imagen de la rendición tras el último paso, de la final aceptación del destino. Me pregunto también si lo que estaba viendo no entraría en contradicción con las reflexiones que, sobre la buena gente, plasmé el otro día en una columna de La Crónica de Badajoz. Hablaba de la existencia de personas capaces de levantar la mirada de sus ombligos para tenderte la mano. No puedo, o no quiero, juzgar la realidad entera por la milésima parte de un segundo atrapado por el objetivo. Es posible que detrás del fotógrafo ya avanzara la ayuda, convecinos corriendo para taparla, levantarla y llevarla a cualquier lugar donde pudieran atenderla. Es lo más seguro. Que en cuanto el portador de la cámara se apartara, entrara en acción la asistencia. También es posible que los otros, los que se ven más allá de la mujer tendida, sean buenas gentes superadas por las circunstancias, endurecidas por el sufrimiento de las adversidades que, como plagas, les caen encima, y que no puedan más, que se les hayan quedado las manos vacías y que también ellos, como la joven yaciente, hayan dado el último paso. Esa instantánea no está tomada para que les juzgue, sino para que mire en mi interior y analice si no les estaré incitando a creer que ese es su destino.