TAthora que mis compañeros de piso habían regresado al hogar familiar, dispuse a mi antojo de 120 m, incluido el balcón que daba a Leganitos. El casero era un hombrecillo gris y escuálido, no más alto que un pony, el pelo repeinado y amarillento, color que delataba las secuelas de los potingues que a buen seguro usaba para domarlo. El día 2 de cada mes venía a cobrar el alquiler, decía algunas palabras insustanciales y se marchaba en paz con el sobre. Nunca comprobaba el estado del piso, que, todo hay que decirlo, era una reliquia. Aún recuerdo la primera vez que pisé aquel pasillo sobre el que flotaba una densa neblina de bolas de polvo que le llegaban a uno hasta las rodillas.

Como aún conservaba algo de dinero y tenía un trabajo en perspectivas para septiembre, dediqué aquel agosto a no hacer nada. Me levantaba tarde, rasgaba durante un rato las cuerdas de mi guitarra y luego me echaba a la calle. Algunas mañanas aprovechaba la cercanía para frecuentar La Metralleta, una tienda de discos de segunda mano con encanto decadente. Comía en un restaurante del barrio (menú a 800 pesetas) y cenaba en casa: tortilla, pasta o fiambre. De noche recorría la Gran Vía de arriba a abajo una y otra vez, como si fuera un militar haciendo la guardia. Así pasaba yo aquellos días calurosos, alternando la soledad del piso con la soledad de la gran ciudad.

Pasados los años, cada vez que voy a Madrid me gusta acercarme a la calle Leganitos y mirar hacia aquel balcón e imaginarme cómo serán las personas que habitan el piso, y si a principios de mes seguirá acudiendo a cobrar el alquiler el hombrecillo del pelo amarillo.