Hoy es un día de limpieza general. Los salones y las calles se vacían de adornos navideños y se guardan o cambian los regalos recibidos. Por fin hemos vuelto a la normalidad, decimos. Se acabaron los excesos, las fiestas y acostarse tarde. Ya sí que dejaremos el tabaco, haremos deporte y comeremos más sano. Qué bien volver a la rutina, a la cotidiana parcela de normalidad. Porque lo normal es lo nuestro, no lo de los demás, silenciado o tratado de paso por los telediarios mientras celebrábamos la enésima cena. Entre la guerra de las campanadas y la de precios, apenas hemos visto nada de la de verdad, la de Afganistán, Sudán o lo que sigue pasando en Gaza. Atentados en un encuentro deportivo, muertos en un ataque, escasez de alimentos o medicinas que no han tenido la misma cobertura que el intento de sabotaje de un avión, en el que por suerte no ha habido víctimas. Qué lejos queda todo después de este paréntesis. Ahora, la vuelta al cole, la cuesta de enero, las rebajas, seguir con nuestra vida sin más problemas que unos kilos de más o unos euros de menos. Sin más preocupación que apagar la tele para que los niños no vean esas imágenes, o anestesiar nuestras conciencias que no acaban de entender que lo que pasa lejos también nos concierne, sobre todo, porque nadie está a salvo en un mundo sin distancias. Hoy, mientras recogemos adornos, podríamos pensar un poco en las personas que no han podido disfrutar ni de este breve respiro. Gente normal, por muy ajenas que las sintamos a nuestra normalidad. Hoy, en el día de la limpieza general, podríamos empezar por la venda de los ojos y acabar con nuestro ombligo.